martes, 19 de mayo de 2009

Líneas y más líneas.

<<Aún no sé muy bien cómo llegué a la playa. Supongo que quería llegar hasta ahí. Supongo que lo necesitaba; su calma, su vasta cuna, todo aquello. al cruzar el puente y llegar a la arena me paré. Miré a mi alrededor y no vi a nadie, exceptuando a una pareja tumbada a más de 300 m. de mí. me quité las bailarinas con cuidado, y tomándolas con la mano avancé hacia la orilla, hundiendo mis pies en la fina arena. Tras caminar 50 m. me paré; dejé los zapatitos a mi lado, desplegué la chaqueta y la tendí en el suelo arenoso. Me senté encima. El silencio era casi absoluto. Parecía como si la ciudad se hubiese parado. Los coches apenas se oían al pasar y el único ruido persistente era el del vaivén del oleaje. La luna y las farolas del puerto dibujaban un halo luminoso en la superficie del agua, halo que parecía desdibujarse por momentos. Todos terminaban en un punto de fuga situado en la misma orilla donde me encontraba, a mis mismos pies, como si yo quisiera absorber toda aquella luz.

>>Me quedé quieta, en aquel pequeño paraíso silencioso con sabor a sal. Mis ojos, curiosos, captando toda aquella escena, cada gesto del agua, cada destello de luz en su extensión, cada giro del faro de la ciudad. Mi mirada se quedó fija en la luna menguante. Parecía una perla perfectamente cortada en dos, bordada en un manto de terciopelo azulado. A su lado, una estrella, más brillante que ninguna, la adornaba, como una peca en el rabillo del ojo de una mujer hermosa. Al mirar con más insistencia esa imagen se me cortó súbitamente la respiración. Sentí el peso de la añoranza en el pecho, y dejé caer mi cuerpo hacia atrás, apoyándolo suavemente en el suelo. Con los ojos cerrados, alargué mis manos hacia ambos lados y hundí las yemas de los dedos en la arena, moviéndolos de forma lasa, jugando con ella. Abrí los ojos, como dos platos y los clavé en el cielo. Una estrella se situaba justo encima de mi cabeza. Esta brillaba con tal fuerza que me dio la impresión de que se me hundía en la frente, entre ceja y ceja, como una bala. Recordé la última vez que nos habíamos visto. La cama, deshecha, el vaso de agua medio vacío, la ropa en un rincón de mi morada, el edredón envolviéndonos en mil pliegues. Recordé la luz, tenue, y el silencio sordo. Sólo se oían tus latidos, pero debí de recordarlo así por tener mi cabeza junto a tu pecho. Recordé tus manos en mi espalda, abiertas de par en par, protegiéndome, y tu mirada atada a la mía. Y las respiraciones, pesadas y cálidas, perdiéndose en jadeos acompasados. 

Unos ruidos me sacaron de mi ensueño. Giré la cabeza hacia atrás, apoyando mi peso en mi coronilla para averiguar de dónde provenía. Avisté a la pareja caminando detrás de mí, haciendo crujir el granulado suelo. Cuando hubieron pasado me quedé observando el paseo marítimo. Las farolas, del revés, y con su luminiscencia anaranjada formaban una corona incandescente encima de mi cabeza. 
 
A los primerísimos rayos de sol, noté el frescor de la madrugada. Agarré mi bolsa y saqué mi fular de él para ponérmelo por encima de los hombros, a modo de chal. Era ya tarde y enroscada alrededor de mis piernas tuve el último pensamiento de la noche. Quizás vaya siendo hora de irme para casa.>>

sábado, 2 de mayo de 2009

Crónicas de la chica Transoceánica. Cap.2- Fuego y un pasado.














Los vapores del alcohol empezaron a surgir efecto. Me sentí como flotando alrededor del fuego, ensimismada con sus movimientos espasmódicos. Te recordé con extremada claridad, a pesar de los años que habían pasado seguías siendo un recuerdo muy vivo. Recordé mi casa, mi madre. Aún no lo echaba de menos, aún era demasiado pronto para sentir la añoranza del hogar, pero me apetecía tenerlo todo en mente.
Aún estaba fresca en mí la sensación de dualidad entre tristeza y magnificencia que sentí en el aeropuerto. Mi amiga con los ojos empañados en lágrimas, mi madre con la mirada limpia, llena de satisfacción y orgullo, y mi cara, combatiendo por no mostrar el apuro que sentía por marcharme de ahí. No es que no me diera pena irme, sino que simplemente la tristeza no afloró en el exterior. Cuando ya me hube despedido de todos y ya estaba en el avión, cayó la tan esperada lagrimita. La sequé con el reverso de mi manga y me quedé mirando por la ventanilla redonda. 
Las imágenes del fuego y de la pista de aterrizaje se solaparon, y volví a la realidad. Volví al contraste térmico, a los ruidos del bosque canadiense, a los vapores del vino blanco, a la perversa compañía del señor francés, a tu intensa presencia en mis huesos. Me encontré reviviendo mis 8 años, mi pelo rubio y lacio, mis enormes ojos curiosos y tu guitarra en el hombro. Reviviendo aquél mágico verano del 99.