miércoles, 3 de junio de 2009

Paris, tu paries, Paris, que je te quitte... ou pas.

Siempre fiel a mis bucólicos orígenes, he vuelto a la ciudad de mis navidades. Llegar a París y que te acoja un sol veraniego es lo más de lo más. 
París en verano tiene ese toque turístico desagradable, pero esconde mucho más. Cuando te escabulles de la muchedumbre y te pierdes por la callejuelas de detrás de la Place des Vosges, hay muchas posibilidades de que te puedas encontrar con algún parquecillo repleto de rosas anaranjadas, grandes como puños, en el que te puedas estirar y observar los hilos de luz que se filtran a través de las pequeñas hojas de los sauces. 
Mi primer día en París siempre resulta ser una brusca transición. Parece que no me acabe de creer el hecho de estar aquí, como si viniera de otra dimensión. La ciudad se siente de una manera tan distinta a Barcelona. Sus gentes, sus calles, el ambiente... Todo es tan superlativamente francés. Tan... bobo-chic. Y yo, simplemente, me escabullo entre sus paredes, con mis pequeños zapatos negros, sin apenas hacer ruido, observando, absorbiendo la ciudad que me ha adoptado desde mi más tierna infancia.
Las primeras horas, los primeros instantes en los que piso éste, mi pequeño paraíso, todo se vuelve tan literario, tan novelesco, tan Jeunet! El tren, con sus duros asientos. Y yo, sentada junto a la ventana de cristal medio tintado, leyendo mi Unamuno mientras la luz veraniega pasa  y me ilumina la carita cansada. Me siento exhausta, pero con sólo echarle un vistazo al verde paisaje de la periferia algo se despierta en mi interior. Sé que al apoyar mi cabeza contra el cristal mis ojos se tornan verdosos, y suena en mi cabeza una melodía de piano. Amélie vuelve a mí, mientras los rayos desafían mis cabellos apelirrojados a la fuerza, y forman pequeñas cortinas en mi cara, moviéndose al son del tracatrá del tren, que se dirige hacia un hogar, perdido en lo más profundo de mi ser.