martes, 29 de abril de 2014

Te imagino en una habitación. Te imagino con la mirada atravesando la ventana, absorto en la urbe extraña que se extiende ante ti. Te imagino, cubierto en sudor por el calor estival, entre sábanas blancas. Te imagino despierto en la noche, pensando en tiempos pasados, en detalles aparentemente sin importancia, como el tirante del vestido resbalando por el hombro, o una silueta sentada en la acera. Te imagino.

No es que lo que esté pasando en la habitación no sea trascendental, pero te imagino, por alguna extraña razón, lejos de toda esa escena. Lejos de los pliegues de esas blancas sábanas, y de ese sudor, aunque ambas cubran parte de tu cuerpo.
[Tu cuerpo, ni tan esculpido ni tan flácido. Tu cuerpo que por las noches parecía un almohadón de cuero; la tez morena, hombre del sur. Olor a detergente de la ropa subiendo por mi nariz, paseando por mi córtex cerebral, entrando por las rendijas hasta el hipotálamo. Descarga de dopamina.]

Te imagino con el ceño fruncido, contando meticulosamente todas y cada una de las luces que las calles vomitan en tu cara. Es probable que te apoyaras en el marco de la ventana y miraras hacia abajo y te encontraras a una chica, borracha, susurrando tu nombre a voces. ¿Acaso puede alguien susurrar a voces? Yo lo imagino así, y así debió de ser. Y tú, sonreirías, porque ¿quién demonios puede susurrar tu nombre a voces a las 2 de la madrugada, un miércoles? O un martes, o un sábado. Qué más da. Seguro que sonríes, porque hay que estar muy loco para querer atravesar una ciudad y meterse en camas ajenas, sin previo aviso. Y tú, mi amigo, siempre las has preferido locas.