martes, 24 de febrero de 2009

Una noche cualquiera.

Ya en casa Lucía había sentido el aplomo del hogar en silencio. La reverberación de las palabras calladas la ensordecía terriblemente, y a menudo sentía la ausencia de personas como un peso en el alma. Ya sólo quedaba media hora para que, para gracia de su integridad mental, volviera a salir ahí fuera, al mundo exterior. Se estaba preparando para una noche de discoteca, algo muy banal, muy normal. No es que fuera una noche especial, no; era una noche cualquiera.
Vestido corto de gasa negra y tacones altos, una apuesta segura para atraer a cualquier hombre que tuviera almenos un ojo y libido suficiente para darle juego unos 5 minutos. Se miró en el espejo insistentemente, intentando que todo su atuendo pareciera lo más "natural" posible. Se había rizado el pelo para darle un poco de vida a su imagen de lolita desconsolada. Cogió la bolsa del maquillaje y empezo a pintar la fachada de su estructura. Ojos en negro para resaltar el verde intenso de sus ojos y labios rojos para dar una impresión de pulposidad mayor a sus finos labios de niña. Toda ella parecía artificial, y no se daría cuenta de ello hasta pasado unos años, momento en el que sentiría vergüenza al mirar hacia atrás en el tiempo. Pero ese momento aun no estaba por llegar y la ilusión le vendó los ojos y le susurró al oído que estaba estupenda.
Tocaron el timbre, y eso sólo podía significar una cosa: el comienzo de otra noche ajetreada. Bajó las escaleras casi volando y salió a la calle. Allí la esperaban cuatro amigas, todas milimétricamente retocadas y listas para triunfar en los submundos de la noche. Emprendieron la marcha a los suburbios por donde siempre acababan saliendo y se metieron en el local habitual. Aun temprano, la sala no se había llenado y la gente se veía calmada, entablando conversación en los rincones. Entraron las 5 chicas pisando fuerte, con los tacones casi hundiéndose en el duro suelo, imponiéndose en toda la sala como lo habían hecho antaño reyes y emperatrices. Una de ellas avistó un par de sofás vacíos y avisó a sus compañeras para esperar allí mientras la fiesta no empezara. Se turnaron en parejas para ir a pedir sus cubatas artificialmente endulzados, y empezaron a sentirse más a gusto en aquel escenario en fase 1. Tocadas las 2 de la madrugada la puerta empezó a vomitar gente a borbotones. Cada persona más dispuesta a entregarse a la fiesta que la anterior, y así, de uno en uno, empezaron a llenar el espacio. El ruido de las "conversaciones" se añadió a la música estridente que salía disparada de los bafles de tamaño XXL, y en la pista sólo se divisaba una gran masa de cuerpos ondeantes moviéndose al ritmo de la música. Disimulada entre aquella masa se encontraba Lucía, de pie entre la multitud danzante, pasmada en el zarandeo nocturno. Sorbía absorta su 43 con Coca Cola como si de un zumo se tratara, perdida entre sus pensamientos sin inmutarse de los decibelios que apedreaban sus tímpanos. Surfeaba en un mundo paralelo a aquél, un mundo donde se permitía pensar en él, en sus manos, en sus ojos, en su forma de hablar, sin sentirse culpable por quererle de aquella forma tan inocente. A su alrededor bailaban sus amigas, embriagadas de alcohol y poder; poder por controlar esa situación, la única que podían controlar de sus vidas de adolescentes. Se sintió desplazada, descontextualizada por un momento. Sintió como si fuera completamente ajena a la situación pero no movió ni un dedo. Salió de su estado de enajenación momentánea al advertir la mirada de un hombre. Lo miró de reojo y luego lo desafió con la mirada. El hombre, que no resultaba desagradable a la vista, se acercó a ella y le entró con aquella fatídica frase con la que ella solía encontrarse en esos casos. "¿No eres demasiado joven para estar en un tugurio como este?" le dijo él. Ella le respondió con una mirada altiva y desdeñosa. A pesar de aquella frase de subcategoría, ella se sintió atraída por ese energúmeno. Le fascinaban los hombres maduros, con sus costumbres de generaciones pasadas y sus normas éticas para con la edad. Este hombre no las tenía, y por algo se há acercado, pensó esta, miró a su alrededor con mucho disimulo y al ver la poca variedad de hombres que presentaba la noche se relajó ante el macho dominante del momento.
En un abrir y cerrar de ojos Lucía se había metido en una situación que le estaba dejando con mal sabor de boca. Mientras besaba a aquel hombre que le estaba deleitando (léase la ironía) con sus contorsiones telescópicas de lengua se sintió trágicamente frívola por tener tan poco criterio. Por desgracia el alcohol, los decibelios ensordecedores y los comentarios de sus amigas criticando al pajarraco que había cazado esa noche no la dejaban concentrarse en aquel pensamiento que en algun momento la hubieran podido salvar del error que estaba cometiendo.
Acabó la noche y el hombre quiso acompañarla a casa en coche. Sin pensarlo demasiado, Lucía asintió y se acurrucó en el asiento delantero de su Saab 900 turbo amarillo. Al llegar a casa se desencadenaron los hechos con una velocidad vertiginosa, casi sin que pudiera remediarlo. Habían subido las escaleras corriendo, dejando prendas por los pasillos y pensamientos lúgubres por las esquinas. Ella no se sintió cómoda, pero dejó que el individuo la sobara casi sin poder remediarlo. No estaba excitada, ni mucho menos, pero había algo que la empujaba a hacerlo. El semi-desconocido la lamió de arriba a abajo provocando en ella una sensación de grima que la paralizó. Se estiró encima de ella, sin que esta casi ni se moviera, y empezó a moverse espasmódicamente, penetrándola de la forma más desordenada mientras hundía la cara en el cojín. Lucía miraba fijamente el techo, imaginando la cara de aquél chico, que jamás habría actuado de esa forma tan brusca y sucia. Sin quererlo derramó un par de lagrimillas que rodaron por sus sienes y se perdieron por sus rizos medio deshechos. Le dolía haber llegado hasta ahí y cerró los ojos con fuerza para acelerar el poco tiempo que duró aquel acto casi barbárico, teniendo presente la imagen de su ángel, de sus manos, de sus ojos, de su forma de hablar...
El macho alpha acabó su performance enseguida, desplomándose así sobre la pobre chica que había sufrido ya el infierno y más. El tipo se apartó y cayó rendido en un sueño profundo. Lucía se quedó inmóvil observando la lámpara del techo con los ojos como platos. Parecía un gato en la oscuridad. Ahora se había dado cuenta de lo que esperaba de aquel presto encuentro; sabía qué esperaba de aquel maldito acto salvaje: Un simple abrazo. La imagen de su chico se desvaneció entre lágrimas y el sueño la venció.
Al día siguiente despertó. Estaba desnuda entre las sábanas de la habitación de invitados, y había amanecido sola. Miró la habitación y volvió a sentir el aplomo del silencio de la casa. Nada se había arreglado, seguía igual de sola, sólo que ahora se le sumaba otra mala experiencia que le atormentaba en silencio. Se levantó fatigada y hastiada y se dirigió al baño. Miró su cuerpo desnudo en el espejo y dejó salir un suspiro. Abrió el grifo, pasó las manos por el agua fresca y se las llevó a la cara. Apoyó los codos a la pica, apoyó la frente al espejoy levantó la vista para observar sus ojos verdes que parecían haber perdido la intensidad entre tanto beso malo y tanta confusión noctívaga. Miró de reojo la ducha y movió su cuerpo lasamente hasta esa. Abrió el gran grifo del agua caliente y la reguló comprobando la temperatura de esta con el brazo erguido. Cuando pensó que era suficiente se metió debajo del chorro. El agua le resbalaba por todo el cuerpo, pasando por su cabello y haciendo desaparecer los rizos, toda aquella apariencia de efervescencia, de vitalidad. Las imágenes se sucedían en su cabeza; cada pequeño detalle de la noche clavado en cada una de sus células. Sintió cómo el peso de las horas pasadas le caían encima, cómo la realidad se la comía. Se dejó caer sobre las baldosas de la ducha, arrastrando su cuerpo abajo de la pared fría y mojada del cuarto de baño, y ahí, mirando fijamente la pared y mientras dejaba que el agua se llevara tubería abajo la suciedad del oscuro crepúsculo, susurró para si misma "Nunca más, niña, nunca más...".

lunes, 23 de febrero de 2009

Un día cualquiera.

Cuando Hannah salió de casa aquella mañana le pareció como si hubiera pasado un siglo durmiendo. El día estaba despejado y el cielo lucía un sol que brillaba con intensidad. A pesar de las prisas se quedó disfrutando del frescor de la primavera y de los rayos de sol que le caían sobre la piel a chorros por unos instantes. Por fuerza tuvo que salir de su estado de meditación momentánea para enfundarse la chaqueta y el casco para no llegar tarde, otra vez. En realidad nadie la esperaba, pero tenía la extraña costumbre de acercarse al mar cada sábado de primavera para sentir el olor a sal y la brisa marina. No había tiempo que perder en el jardin de casa.
Al llegar al paseo marítimo apagó el motor y se quitó el casco. El pelo despeinado le caía sobre la frente y las mejillas de manera caótica. Se peino de un cabezazo en el aire y bajó de la moto. cogió el bolso y miró a su alrededor buscando un sitio en el que dejarse caer y poder estar en paz. No muy lejos se avistaba una pequeña parcela de arena sin remover, perfectamente colocada y dispuesta a ofrecer un pequeño rato de tranquilidad. Se acercó al terreno y al llegar al sitio sacó de su enorme bolso una toalla roja, que a su vez estiró sobre la arena. Sacó también el móbil, el tabaco y la botella de agua y los alineó, ordenándolos pausadamente. Al acabar su pequeño ritual se estiró sobre la toalla y se apoyó sobre sus codos para poder observar el vaivén de las olas. Le echó una mirada de reojo al paquete de tabaco y se encendió un cigarillo. No era una fumadora de verdad, sino más bien social, pero ahora se había acostumbrado a fumar en sus momentos de soledad merecida, aunque nunca fumaba más de dos. Aspiró por primera vez el humo y lo soltó con un suspiro de alivio. El alivio no era por calmar la abstinencia, sino por el desahogo que suponía observar tal maravilla y sentirse parte de aquel cuadro. Apoyó el mentón sobre los brazos cruzados y miró fijamente el horizonte. Se distinguía la silueta de un velero a lo lejos. Lo fijó con la mirada y jugó unos segundos a desplazarlo cerrando un ojo y abriéndolo. El sol repicaba en su espalda, pero el aire refrescaba el ambiente. Se quedó unos minutos dormitando al son del oleaje. Al despertar, el sol ya había pasado de su punto más álgido y empezaba a caer por el oeste. Hannah miró la hora y decidió que ya era hora de volver a casa, satisfecha de su momento de autocomplacencia. Recogió todas sus pertenencias y se fue hacia su moto. Sin duda había tan sólo una cosa que podía equipararse en paz y tranquilidad a los sábados de primavera en la playa: los trayectos en moto bajo la calidez del sol. Hannah no era una forofa del motorismo pero adoraba a su moto. Por una buena razón: encima de ella se sentía libre de cualquier atadura, de cualquier pena. Era como si en cada metro recorrido se cayeran las preocupaciones y sólo quedaran sonrisas. Como si al caer las lágrimas con el viento también se fueran todos los problemas. Subió encima de la moto, preparada para cabalgar a su caballo de cuentos que le daba porte de príncipe. Se miró las manos y se sintió incómoda. Los guantes no le gustaban, ni su tacto áspero ni el aspecto grotesco que le daban a sus manos de pianista. Se los quitó de un tirón y los embutió en el bolsillo de la chaqueta. Se pusó el casco y a través de la visera observó por última vez el mar, como si con sólo una mirada pudiera absorber toda esa calma, esa inmutabilidad. Arrancó la moto y puso rumbo a casa.
El aire era cálido, impropio de los días de primavera, pero ella disfrutaba con el tacto de la brisa contra sus manos. Su pelo largo y lacio le salía por debajo del casco y ondeaba con el viento. La cabellera se le dividía en mechones que parecían lazos dorados al sol, ondulando como anguilas en el agua.
Al entrar en el bosque pasó por delante del castillo blanco. Ese castillo de dimensiones reducidas era obra de un viejo anónimo que por excentricidades seniles había construído una especie de estructura medieval que rendía culto a la Virgen María. Algunos vecinos del pueblo parloteaban y chismorreaban sobre el anciano. Algunos decían que lo había construído en recuerdo a su esposa, otros que lo hizo para que su hija pudiera jugar, y que en vez de construirle una casa en el árbol le hizo un castillo a su princesita, pero que por mala fortuna la niña había muerto años atrás. Nadia sabía nada y todos hablaban, como siempre ha sido costumbres en los pueblos. Hannah sabía tan poco como ellos y en realidad sólo sabía de la existencia del abuelo por sus pequeñas apariciones, momentos en los que coincidían fugazmente cuando ella iba a la ciudad con la moto. A menudo lo divisaba rezando y dejando flores en el altar de la Virgen que se encontraba incrustado en una de las paredes de la ermita del pueblo. También sabía algo por lo que decía uno de los taxistas de la ciudad. El anciano contactaba con los taxistas para poder ir a la ciudad a hacer sus compras. Al parecer, según dijo el conductor, el viejo era un judío húngaro de nacimiento, y se había escapado de sus tierras durante la Segunda Guerra Mundial. Había vivido en el anonimato casi toda su vida, enclaustrado en los bosques de la Serralada Litoral, huyendo del nazismo y desde hacía ya tiempo vivía en esa especie de castillo de tres al cuarto, en unas condiciones muy cuestionables.
Ahora el castillo presentaba un aspecto desolador. Le explicaron a Hannah que mientras ella había ido a recorrer mundo el castillo había sufrido un incendio, y el anciano había muerto.
Hannah observó la escena del suceso. La única huella que el pobre difunto había dejado en la faz de la tierra estaba carbonizada. La pintura blanca del exterior presentaba manchones negros frutos del humo, los cristales estaban rotos y la estatuílla que en su día había enmarcado la puerta había quedado hecha cenizas. Ya llevaba tiempo así, pero el cordón policial no había sido roto y ahora todo parecía fantasmagórico. Hasta el bosque había adoptado un cierto carácter aterrador.
Retomó la marcha y atravesó el bosque con la moto hasta llegar a su casa. Se paró y sin bajarse de la moto suspiró un par de veces observando el gato que había venido a saludarla sutilmente. Bajó de la moto y lo agarró en brazos. "Que gordo te has puesto, Solomon." le susurró ella al oído, y le dejó caer un beso en la cabeza. Entró en la casa y dejó la chaqueta y el bolso en el sofá. Se dirigió a la cocina para servirse un vaso de agua. Mientras lo hacía miró a la ventana y observó embobada los últimos rayos de luza que traspasaban los ventanales. Ahí recaían los chorros de luz que se filtraban entre las hojas de los árboles. Se quedó perpleja ante tan sencilla sublimidad, porque la belleza nunca reside en la complejidad.

lunes, 2 de febrero de 2009

Hecatombe.

<<¿Puede un ser caótico cambiar? ¿Puede cambiar su naturaleza desastrosa? ¿Puede traicionarse a si mismo para convertirse en algo que no es?>>

Cuando era pequeña mi madre solía hacer lo que llamábamos "limpieza de primavera", sólo que siempre la acabábamos haciendo en cualquier otra estación, menos en primavera. Qué irónico. Ahora que ella no está, sigo haciendo lo mismo, sólo que esta vez me despojo de algo más que de simples materiales inútiles; siento como si se cayera una piel, como si la niñez se fuera envuelta en cartones y sellada con cinta adhesiva. Algo muy hondo se va, irremediablemente, y siento que en parte lo echaré de menos. No porque en algun momento fuera más fácil, no creo que lo haya sido, sino por la carga de inocencia que se alojaba en esos años.
Y ahora únicamente te quedan cartones vacíos dispuestos a ser llenados con cuatro cosas de tu pasado de las cuales no puedes separarte, y lo sabes. Las fotos, los libros, los apuntes de aquellos años... Tu vida en una caja de 50x50 cm.
A medida que vas sacando cosas, que las vas casando con un nuevo sitio, se va descubriendo un camino a través de los recuerdos, las eras. Creo que también es por eso que me gusta ordenar. Acabas entrando en un círculo interminable de recuerdos. Al fin y al cabo es como entrar en un gran álbum...
Al acabar das dos pasos hacia atrás y contemplas el nuevo orden, te dices en vano que esta vez será diferente, que las cosas van a quedarse así, que todo irá bien. Pero sabes que no será así. Sabes que a la primera de cambio te colapsarás, tu cabeza tomará un camino totalmente independiente de tus intenciones y volverás a la casilla 0, con todas las cosas de por medio, tu cubículo repleto de superficialidades...

Y por eso pegunto...
¿Puede un ser caótico cambiar? ¿Puede cambiar su naturaleza desastrosa? ¿Puede traicionarse a si mismo para convertirse en algo que no es?