lunes, 23 de febrero de 2009

Un día cualquiera.

Cuando Hannah salió de casa aquella mañana le pareció como si hubiera pasado un siglo durmiendo. El día estaba despejado y el cielo lucía un sol que brillaba con intensidad. A pesar de las prisas se quedó disfrutando del frescor de la primavera y de los rayos de sol que le caían sobre la piel a chorros por unos instantes. Por fuerza tuvo que salir de su estado de meditación momentánea para enfundarse la chaqueta y el casco para no llegar tarde, otra vez. En realidad nadie la esperaba, pero tenía la extraña costumbre de acercarse al mar cada sábado de primavera para sentir el olor a sal y la brisa marina. No había tiempo que perder en el jardin de casa.
Al llegar al paseo marítimo apagó el motor y se quitó el casco. El pelo despeinado le caía sobre la frente y las mejillas de manera caótica. Se peino de un cabezazo en el aire y bajó de la moto. cogió el bolso y miró a su alrededor buscando un sitio en el que dejarse caer y poder estar en paz. No muy lejos se avistaba una pequeña parcela de arena sin remover, perfectamente colocada y dispuesta a ofrecer un pequeño rato de tranquilidad. Se acercó al terreno y al llegar al sitio sacó de su enorme bolso una toalla roja, que a su vez estiró sobre la arena. Sacó también el móbil, el tabaco y la botella de agua y los alineó, ordenándolos pausadamente. Al acabar su pequeño ritual se estiró sobre la toalla y se apoyó sobre sus codos para poder observar el vaivén de las olas. Le echó una mirada de reojo al paquete de tabaco y se encendió un cigarillo. No era una fumadora de verdad, sino más bien social, pero ahora se había acostumbrado a fumar en sus momentos de soledad merecida, aunque nunca fumaba más de dos. Aspiró por primera vez el humo y lo soltó con un suspiro de alivio. El alivio no era por calmar la abstinencia, sino por el desahogo que suponía observar tal maravilla y sentirse parte de aquel cuadro. Apoyó el mentón sobre los brazos cruzados y miró fijamente el horizonte. Se distinguía la silueta de un velero a lo lejos. Lo fijó con la mirada y jugó unos segundos a desplazarlo cerrando un ojo y abriéndolo. El sol repicaba en su espalda, pero el aire refrescaba el ambiente. Se quedó unos minutos dormitando al son del oleaje. Al despertar, el sol ya había pasado de su punto más álgido y empezaba a caer por el oeste. Hannah miró la hora y decidió que ya era hora de volver a casa, satisfecha de su momento de autocomplacencia. Recogió todas sus pertenencias y se fue hacia su moto. Sin duda había tan sólo una cosa que podía equipararse en paz y tranquilidad a los sábados de primavera en la playa: los trayectos en moto bajo la calidez del sol. Hannah no era una forofa del motorismo pero adoraba a su moto. Por una buena razón: encima de ella se sentía libre de cualquier atadura, de cualquier pena. Era como si en cada metro recorrido se cayeran las preocupaciones y sólo quedaran sonrisas. Como si al caer las lágrimas con el viento también se fueran todos los problemas. Subió encima de la moto, preparada para cabalgar a su caballo de cuentos que le daba porte de príncipe. Se miró las manos y se sintió incómoda. Los guantes no le gustaban, ni su tacto áspero ni el aspecto grotesco que le daban a sus manos de pianista. Se los quitó de un tirón y los embutió en el bolsillo de la chaqueta. Se pusó el casco y a través de la visera observó por última vez el mar, como si con sólo una mirada pudiera absorber toda esa calma, esa inmutabilidad. Arrancó la moto y puso rumbo a casa.
El aire era cálido, impropio de los días de primavera, pero ella disfrutaba con el tacto de la brisa contra sus manos. Su pelo largo y lacio le salía por debajo del casco y ondeaba con el viento. La cabellera se le dividía en mechones que parecían lazos dorados al sol, ondulando como anguilas en el agua.
Al entrar en el bosque pasó por delante del castillo blanco. Ese castillo de dimensiones reducidas era obra de un viejo anónimo que por excentricidades seniles había construído una especie de estructura medieval que rendía culto a la Virgen María. Algunos vecinos del pueblo parloteaban y chismorreaban sobre el anciano. Algunos decían que lo había construído en recuerdo a su esposa, otros que lo hizo para que su hija pudiera jugar, y que en vez de construirle una casa en el árbol le hizo un castillo a su princesita, pero que por mala fortuna la niña había muerto años atrás. Nadia sabía nada y todos hablaban, como siempre ha sido costumbres en los pueblos. Hannah sabía tan poco como ellos y en realidad sólo sabía de la existencia del abuelo por sus pequeñas apariciones, momentos en los que coincidían fugazmente cuando ella iba a la ciudad con la moto. A menudo lo divisaba rezando y dejando flores en el altar de la Virgen que se encontraba incrustado en una de las paredes de la ermita del pueblo. También sabía algo por lo que decía uno de los taxistas de la ciudad. El anciano contactaba con los taxistas para poder ir a la ciudad a hacer sus compras. Al parecer, según dijo el conductor, el viejo era un judío húngaro de nacimiento, y se había escapado de sus tierras durante la Segunda Guerra Mundial. Había vivido en el anonimato casi toda su vida, enclaustrado en los bosques de la Serralada Litoral, huyendo del nazismo y desde hacía ya tiempo vivía en esa especie de castillo de tres al cuarto, en unas condiciones muy cuestionables.
Ahora el castillo presentaba un aspecto desolador. Le explicaron a Hannah que mientras ella había ido a recorrer mundo el castillo había sufrido un incendio, y el anciano había muerto.
Hannah observó la escena del suceso. La única huella que el pobre difunto había dejado en la faz de la tierra estaba carbonizada. La pintura blanca del exterior presentaba manchones negros frutos del humo, los cristales estaban rotos y la estatuílla que en su día había enmarcado la puerta había quedado hecha cenizas. Ya llevaba tiempo así, pero el cordón policial no había sido roto y ahora todo parecía fantasmagórico. Hasta el bosque había adoptado un cierto carácter aterrador.
Retomó la marcha y atravesó el bosque con la moto hasta llegar a su casa. Se paró y sin bajarse de la moto suspiró un par de veces observando el gato que había venido a saludarla sutilmente. Bajó de la moto y lo agarró en brazos. "Que gordo te has puesto, Solomon." le susurró ella al oído, y le dejó caer un beso en la cabeza. Entró en la casa y dejó la chaqueta y el bolso en el sofá. Se dirigió a la cocina para servirse un vaso de agua. Mientras lo hacía miró a la ventana y observó embobada los últimos rayos de luza que traspasaban los ventanales. Ahí recaían los chorros de luz que se filtraban entre las hojas de los árboles. Se quedó perpleja ante tan sencilla sublimidad, porque la belleza nunca reside en la complejidad.

2 comentarios:

Laura dijo...

Me ha cautivado desde el principio. He podido hasta trasladarme en el lugar de los hechos y sentirme Hannah. Ha sido una sensación magnífica. Me ha trasmitido mucha mucha paz. Y estoy muy de acuerdo con la frase final.
Y me pica la curiosidad... ¿ha vivido la chica trasoceánica un momento así? Por como está escrito me atrevería a decir que sí... Pero podría ser que no y que fueras escribiendo a medida que ibas imaginando la escena.
Confieso que estoy muy enganchada a este blog y que entro muy amenudo esperando encontrar nuevos textos y submergirme en ellos.

Gregg dijo...

felicidades por tu bonito blog, las sensaciones que describes montando sobre tu moto son exactas y son el motivo por el cual, muchos no dejaremos de montar nunca. Sin animo de chafarte tu magnifico relato, te dire que Kundera lo explica así: "el hombre/mujer subido encima de su moto no puede concentrarse sino en el instante presente de su vuelo; se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del porvenir; ha sido arrancado a la continuidad del tiempo; está fuera del tiempo; dicho de otra manera, está en estado de extasis; en este estado, no sabe nada de su edad, nada de su familia, nada de sus preocupaciones y, por lo tanto, NO TIENE MIEDO, porque la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera del porvenir no tiene nada que temer". Perdona por el ladrillazo, pero al leer tu descripcion me vino a la cabeza este fragmento de "La lentitud". No lo dejes se te dá muy bien. Saludos.