martes, 4 de septiembre de 2012

Esto es lo que pasa una vez vuelves a escribir. Mil cosas por la cabeza, mil pensamientos que crees brillantes, un millón de cosas que deberías absolutamente compartir con el mundo, y cero ganas de ponerte a enumerarlas, y mucho menos disertarlas. Pero hoy, al leer un diario de un octogenario bastante interesante me he submergido en los trasfondos de mi (precaria) memoria. Sin quererlo ni beberlo, y mientras yacía bajo el sol del mediodía catalán, los momentos más embarazosos y cruelmente bochornosos de mi vida han decidido desfilar frente a mis ojos. Uno por uno. Lo que no pensaba llegar a sentir son remordimientos. Remordimientos: una palabra que no importa en qué idioma la enuncies, sigue oliendo a putrefacción de las entrañas.
Parece que es un buen momento para la auto-flagelación y el mea culpa máximo. O no. Creo que paso.

dolor.

Me fascina el término del "corazón roto". Intento recordar qué fue lo que sentí en la última ocasión, pues aunque yo tenga memoria de pez, el cuerpo recuerda. Cada fibra, cada membrana, cada célula de mi ser (y de todos) rememora des de lo más primitivo, como caminar o hablar, hasta el movimiento más nimio, y des de luego, la rotura del corazón. Así pues, hago memoria. Intento mimetizar con todos mis miembros el gesto, siendo fiel al orden del desastre. Primero, la falta de aire, siguiéndole la quasi fatal punzada cardíaca. Después, la subida frenética del ritmo respiratorio. La mano se levanta, se posa en el pecho, impidiendo así el diluvio de emociones. O al menos, tratando. Las costillas temblando, el esternón convulsionando, las lágrimas brotando y la mueca evidente.
Toda la cara vuelta en tensión, comprometida a siempre en agrias arrugas de desconcierto. E incluso ahora, tan lejos y tan cerca, la memoria funciona. El cuerpo recuerda. El cuerpo nunca olvida.
Es nuestra perdición, que nos hará vivir por los siglos de los siglos. Amor.