domingo, 14 de septiembre de 2014

Harlem: Lost & Found


En la oscuridad de Harlem me hallo, escondida en una amplia habitación de paredes verdes y parqué oscuro. La luz amarillenta de la lámpara de cristal vibra en consonancia con los últimos calores del verano, y la ventana de guillotina, abierta hasta arriba, deja pasar en la estancia los vapores del deli de la esquina (un ligero hedor a fritura impregnado en el aire que se cuela por mis fosas nasales sin mi consentimiento).

No es tarde, pero es martes, y aún siendo martes oímos sirenas, gente hablando por las calles, un "motherf*cker" por aquí, chicas y chicos del barrio riendo, discutiendo, drama en la noche, no importa, siempre acompañados por canciones que parecen querer escaparse por las ventanas de los coches. Durante el día, esta zona respira y vive en color, desde los verdes parques hasta los patios de las escuelas, con sus niños jugando a baloncesto y sus niñas saltando a la comba. Sus risas atraviesan las calles a la hora del recreo, y parece que cada vez que paso por ahí sea la hora del recreo. Surfeo con la mirada las avenidas que huelen a café y alquitrán, y me empiezo a hacer a la idea que éste sea territorio conocido, territorio amigo, ya puestos a decir, pues sus habitantes parecen tener siempre amables palabras para mí. "Good morning", "Have a nice one", "How you doin'?". La extraña bondad. Lo bonito de lo desconocido. 

¿Y es acaso esto todo lo que esperábamos? ¿Todo lo que anhelábamos? Es quizás más de lo que jamás nos podíamos imaginar vivir, y es en esa incertidumbre que reside la excitación, pero también la congoja. Porque siempre pensamos que experimentar lo desconocido, absorber ese titileo de cuando uno pierde el control y es sacado de su zona de confort, es lo que nos hace evolucionar, ser grandes seres alados, sabias esfinges cargadas de valor y experiencia. Pero, ¿es que nadie se acuerda de la soledad? La mochila maldita que nos pesa, nos cansa y nos frena en nuestro impulso. Cuan difícil es recobrar la velocidad en el movimiento de nuestras vidas, cargando con tal peso. Pero ese peso, queridos, no es más que la manera de calentar el músculo de la independencia, de la auto-complacencia, hasta que un día te encuentras en el jardín más bello, donde crece el pasto más verde, en la zona más improbable de la ciudad, y la mochila ya no pesa, pues has encontrado un héroe escondido. Te has encontrado a ti bajo el fardo.


miércoles, 3 de septiembre de 2014

Aterrizar. Una nueva vida.

Os escribo a todos desde la jungla de cemento, en plena ola de calor, en una noche clara pero sin estrellas, oyendo los pocos taxis bajar por el Frederick Douglass Boulevard hacia el centro. Debería haber dicho algo antes, pero reconozco que no me ha sido particularmente fácil sentarme a escribir desde que llegué a este nuevo mundo. Quizás tampoco quería tener que ponerme a desmenuzar cada sensación que me ha atravesado desde que pisé tierra, por miedo, quién sabe, pero como siempre ocurre, la procrastinación no lleva a ninguna, y ahora las palabras se me acumulan como una bola de nieve.

La despedida fue larga y a la vez demasiado corta. Este viaje, tan esperado y tan temido, no sólo por mí sino también por los que me rodean, se planeó con suma tranquilidad, con temple, pero aún así pareció precipitarse al acercarse la fecha. Como todo lo anhelado, supongo. Y como todo lo demasiado anhelado, llegó como una pequeña explosión. Todo en una nebulosa: palabras truncadas, abrazos, te quiero, besos, lágrimas, estamos orgullosos, y el silencio tras la zona de seguridad. El silencio extremo, el vértigo y la desorientación. De un momento para otro mis palabras y mis decisiones habían tomado forma, y me estaban enseñando el dedo. And off you go. 

Y trás la tormenta, la calma.

Una escala en Oslo más tarde, me sentaba en el asiento 23D de un Boeing de la Norwegian, dónde durante varias horas pude sentir la tensión acumularse en mis músculos. Aguanté todo el viaje casi sin pensar en el pasado reciente, pero el control de mi futuro próximo se me escapaba de las manos, y empecé a preocuparme por cualquier nimiedad que se me pasara por la mente. Al llegar a mi casa de acogida sentí un fuerte alivio en la garganta, en el pecho y en los brazos. Mi salvadora me dio una copa de vino y me fundí sobre su sofá, dos cálidas lágrimas en las mejillas. Lágrimas de tristeza, de miedo, de nostalgia, de gratitud, de plenitud. WELCOME.