miércoles, 29 de abril de 2009

Crónicas de la chica Transoceánica. Cap.1- Fuego.


No era tarde; para nada. De hecho era muy normal que a esas alturas del año y estando en el Norte de Canadá, la noche ya hubiera caído. Hacía frío y me había embutido en mil capas de algodón, lana y demás telas. Llevaba mis zapatos de india, con los flecos largos colgando alrededor de mis tobillos. Me gustaban; eran cómodos y estilizaban mis largos y finos pies, pero lo que sobretodo me gustaba de ellos era poder saltar y hacer rebotar esos mismos flecos arriba y abajo, jugando con la fuerza de la gravedad. A veces hasta hacía girar intensamente mi cuerpo para que esos hicieran un twist y cambiaran de sentido bruscamente, tan sólo para sentir el pequeño latigazo y su graciosa onomatopeya. Flop! Flop flop!
Habíamos hecho una hoguera en medio de la zona de acampada. El fuego se veía grandioso en medio de aquel círculo de piedras. Dispusimos unos troncos gruesos alrededor de este para poder sentarnos a disfrutar del cálido aire que emanaba de la pira y sacamos el vino. Es inevitable, cuando eres francés el vino sale de cualquier parte... ¡Brota hasta de las orejas! Y ahí estábamos, con un Chardonnay que nos había costado el doble de lo que nos pedirían en cualquier tienda del Mediterráneo. Una velada encantadora con una compañía que dejaba bastante que desear. Pero todo se fundió, como si el cielo hubiera caído cual un tupido telón y hubiera dejado a salvo a las ondeantes llamas y a mí, como envolviéndonos en una extraña esfera inmutable e imperturbable. Me quedé perpleja, con los ojos abiertos como platos, con la mirada fija en la danza anaranjada, y por fin lo sentí. Sentí como el calor me invadía. Sentí tu voz. La sentí dentro de mí.




martes, 24 de febrero de 2009

Una noche cualquiera.

Ya en casa Lucía había sentido el aplomo del hogar en silencio. La reverberación de las palabras calladas la ensordecía terriblemente, y a menudo sentía la ausencia de personas como un peso en el alma. Ya sólo quedaba media hora para que, para gracia de su integridad mental, volviera a salir ahí fuera, al mundo exterior. Se estaba preparando para una noche de discoteca, algo muy banal, muy normal. No es que fuera una noche especial, no; era una noche cualquiera.
Vestido corto de gasa negra y tacones altos, una apuesta segura para atraer a cualquier hombre que tuviera almenos un ojo y libido suficiente para darle juego unos 5 minutos. Se miró en el espejo insistentemente, intentando que todo su atuendo pareciera lo más "natural" posible. Se había rizado el pelo para darle un poco de vida a su imagen de lolita desconsolada. Cogió la bolsa del maquillaje y empezo a pintar la fachada de su estructura. Ojos en negro para resaltar el verde intenso de sus ojos y labios rojos para dar una impresión de pulposidad mayor a sus finos labios de niña. Toda ella parecía artificial, y no se daría cuenta de ello hasta pasado unos años, momento en el que sentiría vergüenza al mirar hacia atrás en el tiempo. Pero ese momento aun no estaba por llegar y la ilusión le vendó los ojos y le susurró al oído que estaba estupenda.
Tocaron el timbre, y eso sólo podía significar una cosa: el comienzo de otra noche ajetreada. Bajó las escaleras casi volando y salió a la calle. Allí la esperaban cuatro amigas, todas milimétricamente retocadas y listas para triunfar en los submundos de la noche. Emprendieron la marcha a los suburbios por donde siempre acababan saliendo y se metieron en el local habitual. Aun temprano, la sala no se había llenado y la gente se veía calmada, entablando conversación en los rincones. Entraron las 5 chicas pisando fuerte, con los tacones casi hundiéndose en el duro suelo, imponiéndose en toda la sala como lo habían hecho antaño reyes y emperatrices. Una de ellas avistó un par de sofás vacíos y avisó a sus compañeras para esperar allí mientras la fiesta no empezara. Se turnaron en parejas para ir a pedir sus cubatas artificialmente endulzados, y empezaron a sentirse más a gusto en aquel escenario en fase 1. Tocadas las 2 de la madrugada la puerta empezó a vomitar gente a borbotones. Cada persona más dispuesta a entregarse a la fiesta que la anterior, y así, de uno en uno, empezaron a llenar el espacio. El ruido de las "conversaciones" se añadió a la música estridente que salía disparada de los bafles de tamaño XXL, y en la pista sólo se divisaba una gran masa de cuerpos ondeantes moviéndose al ritmo de la música. Disimulada entre aquella masa se encontraba Lucía, de pie entre la multitud danzante, pasmada en el zarandeo nocturno. Sorbía absorta su 43 con Coca Cola como si de un zumo se tratara, perdida entre sus pensamientos sin inmutarse de los decibelios que apedreaban sus tímpanos. Surfeaba en un mundo paralelo a aquél, un mundo donde se permitía pensar en él, en sus manos, en sus ojos, en su forma de hablar, sin sentirse culpable por quererle de aquella forma tan inocente. A su alrededor bailaban sus amigas, embriagadas de alcohol y poder; poder por controlar esa situación, la única que podían controlar de sus vidas de adolescentes. Se sintió desplazada, descontextualizada por un momento. Sintió como si fuera completamente ajena a la situación pero no movió ni un dedo. Salió de su estado de enajenación momentánea al advertir la mirada de un hombre. Lo miró de reojo y luego lo desafió con la mirada. El hombre, que no resultaba desagradable a la vista, se acercó a ella y le entró con aquella fatídica frase con la que ella solía encontrarse en esos casos. "¿No eres demasiado joven para estar en un tugurio como este?" le dijo él. Ella le respondió con una mirada altiva y desdeñosa. A pesar de aquella frase de subcategoría, ella se sintió atraída por ese energúmeno. Le fascinaban los hombres maduros, con sus costumbres de generaciones pasadas y sus normas éticas para con la edad. Este hombre no las tenía, y por algo se há acercado, pensó esta, miró a su alrededor con mucho disimulo y al ver la poca variedad de hombres que presentaba la noche se relajó ante el macho dominante del momento.
En un abrir y cerrar de ojos Lucía se había metido en una situación que le estaba dejando con mal sabor de boca. Mientras besaba a aquel hombre que le estaba deleitando (léase la ironía) con sus contorsiones telescópicas de lengua se sintió trágicamente frívola por tener tan poco criterio. Por desgracia el alcohol, los decibelios ensordecedores y los comentarios de sus amigas criticando al pajarraco que había cazado esa noche no la dejaban concentrarse en aquel pensamiento que en algun momento la hubieran podido salvar del error que estaba cometiendo.
Acabó la noche y el hombre quiso acompañarla a casa en coche. Sin pensarlo demasiado, Lucía asintió y se acurrucó en el asiento delantero de su Saab 900 turbo amarillo. Al llegar a casa se desencadenaron los hechos con una velocidad vertiginosa, casi sin que pudiera remediarlo. Habían subido las escaleras corriendo, dejando prendas por los pasillos y pensamientos lúgubres por las esquinas. Ella no se sintió cómoda, pero dejó que el individuo la sobara casi sin poder remediarlo. No estaba excitada, ni mucho menos, pero había algo que la empujaba a hacerlo. El semi-desconocido la lamió de arriba a abajo provocando en ella una sensación de grima que la paralizó. Se estiró encima de ella, sin que esta casi ni se moviera, y empezó a moverse espasmódicamente, penetrándola de la forma más desordenada mientras hundía la cara en el cojín. Lucía miraba fijamente el techo, imaginando la cara de aquél chico, que jamás habría actuado de esa forma tan brusca y sucia. Sin quererlo derramó un par de lagrimillas que rodaron por sus sienes y se perdieron por sus rizos medio deshechos. Le dolía haber llegado hasta ahí y cerró los ojos con fuerza para acelerar el poco tiempo que duró aquel acto casi barbárico, teniendo presente la imagen de su ángel, de sus manos, de sus ojos, de su forma de hablar...
El macho alpha acabó su performance enseguida, desplomándose así sobre la pobre chica que había sufrido ya el infierno y más. El tipo se apartó y cayó rendido en un sueño profundo. Lucía se quedó inmóvil observando la lámpara del techo con los ojos como platos. Parecía un gato en la oscuridad. Ahora se había dado cuenta de lo que esperaba de aquel presto encuentro; sabía qué esperaba de aquel maldito acto salvaje: Un simple abrazo. La imagen de su chico se desvaneció entre lágrimas y el sueño la venció.
Al día siguiente despertó. Estaba desnuda entre las sábanas de la habitación de invitados, y había amanecido sola. Miró la habitación y volvió a sentir el aplomo del silencio de la casa. Nada se había arreglado, seguía igual de sola, sólo que ahora se le sumaba otra mala experiencia que le atormentaba en silencio. Se levantó fatigada y hastiada y se dirigió al baño. Miró su cuerpo desnudo en el espejo y dejó salir un suspiro. Abrió el grifo, pasó las manos por el agua fresca y se las llevó a la cara. Apoyó los codos a la pica, apoyó la frente al espejoy levantó la vista para observar sus ojos verdes que parecían haber perdido la intensidad entre tanto beso malo y tanta confusión noctívaga. Miró de reojo la ducha y movió su cuerpo lasamente hasta esa. Abrió el gran grifo del agua caliente y la reguló comprobando la temperatura de esta con el brazo erguido. Cuando pensó que era suficiente se metió debajo del chorro. El agua le resbalaba por todo el cuerpo, pasando por su cabello y haciendo desaparecer los rizos, toda aquella apariencia de efervescencia, de vitalidad. Las imágenes se sucedían en su cabeza; cada pequeño detalle de la noche clavado en cada una de sus células. Sintió cómo el peso de las horas pasadas le caían encima, cómo la realidad se la comía. Se dejó caer sobre las baldosas de la ducha, arrastrando su cuerpo abajo de la pared fría y mojada del cuarto de baño, y ahí, mirando fijamente la pared y mientras dejaba que el agua se llevara tubería abajo la suciedad del oscuro crepúsculo, susurró para si misma "Nunca más, niña, nunca más...".

lunes, 23 de febrero de 2009

Un día cualquiera.

Cuando Hannah salió de casa aquella mañana le pareció como si hubiera pasado un siglo durmiendo. El día estaba despejado y el cielo lucía un sol que brillaba con intensidad. A pesar de las prisas se quedó disfrutando del frescor de la primavera y de los rayos de sol que le caían sobre la piel a chorros por unos instantes. Por fuerza tuvo que salir de su estado de meditación momentánea para enfundarse la chaqueta y el casco para no llegar tarde, otra vez. En realidad nadie la esperaba, pero tenía la extraña costumbre de acercarse al mar cada sábado de primavera para sentir el olor a sal y la brisa marina. No había tiempo que perder en el jardin de casa.
Al llegar al paseo marítimo apagó el motor y se quitó el casco. El pelo despeinado le caía sobre la frente y las mejillas de manera caótica. Se peino de un cabezazo en el aire y bajó de la moto. cogió el bolso y miró a su alrededor buscando un sitio en el que dejarse caer y poder estar en paz. No muy lejos se avistaba una pequeña parcela de arena sin remover, perfectamente colocada y dispuesta a ofrecer un pequeño rato de tranquilidad. Se acercó al terreno y al llegar al sitio sacó de su enorme bolso una toalla roja, que a su vez estiró sobre la arena. Sacó también el móbil, el tabaco y la botella de agua y los alineó, ordenándolos pausadamente. Al acabar su pequeño ritual se estiró sobre la toalla y se apoyó sobre sus codos para poder observar el vaivén de las olas. Le echó una mirada de reojo al paquete de tabaco y se encendió un cigarillo. No era una fumadora de verdad, sino más bien social, pero ahora se había acostumbrado a fumar en sus momentos de soledad merecida, aunque nunca fumaba más de dos. Aspiró por primera vez el humo y lo soltó con un suspiro de alivio. El alivio no era por calmar la abstinencia, sino por el desahogo que suponía observar tal maravilla y sentirse parte de aquel cuadro. Apoyó el mentón sobre los brazos cruzados y miró fijamente el horizonte. Se distinguía la silueta de un velero a lo lejos. Lo fijó con la mirada y jugó unos segundos a desplazarlo cerrando un ojo y abriéndolo. El sol repicaba en su espalda, pero el aire refrescaba el ambiente. Se quedó unos minutos dormitando al son del oleaje. Al despertar, el sol ya había pasado de su punto más álgido y empezaba a caer por el oeste. Hannah miró la hora y decidió que ya era hora de volver a casa, satisfecha de su momento de autocomplacencia. Recogió todas sus pertenencias y se fue hacia su moto. Sin duda había tan sólo una cosa que podía equipararse en paz y tranquilidad a los sábados de primavera en la playa: los trayectos en moto bajo la calidez del sol. Hannah no era una forofa del motorismo pero adoraba a su moto. Por una buena razón: encima de ella se sentía libre de cualquier atadura, de cualquier pena. Era como si en cada metro recorrido se cayeran las preocupaciones y sólo quedaran sonrisas. Como si al caer las lágrimas con el viento también se fueran todos los problemas. Subió encima de la moto, preparada para cabalgar a su caballo de cuentos que le daba porte de príncipe. Se miró las manos y se sintió incómoda. Los guantes no le gustaban, ni su tacto áspero ni el aspecto grotesco que le daban a sus manos de pianista. Se los quitó de un tirón y los embutió en el bolsillo de la chaqueta. Se pusó el casco y a través de la visera observó por última vez el mar, como si con sólo una mirada pudiera absorber toda esa calma, esa inmutabilidad. Arrancó la moto y puso rumbo a casa.
El aire era cálido, impropio de los días de primavera, pero ella disfrutaba con el tacto de la brisa contra sus manos. Su pelo largo y lacio le salía por debajo del casco y ondeaba con el viento. La cabellera se le dividía en mechones que parecían lazos dorados al sol, ondulando como anguilas en el agua.
Al entrar en el bosque pasó por delante del castillo blanco. Ese castillo de dimensiones reducidas era obra de un viejo anónimo que por excentricidades seniles había construído una especie de estructura medieval que rendía culto a la Virgen María. Algunos vecinos del pueblo parloteaban y chismorreaban sobre el anciano. Algunos decían que lo había construído en recuerdo a su esposa, otros que lo hizo para que su hija pudiera jugar, y que en vez de construirle una casa en el árbol le hizo un castillo a su princesita, pero que por mala fortuna la niña había muerto años atrás. Nadia sabía nada y todos hablaban, como siempre ha sido costumbres en los pueblos. Hannah sabía tan poco como ellos y en realidad sólo sabía de la existencia del abuelo por sus pequeñas apariciones, momentos en los que coincidían fugazmente cuando ella iba a la ciudad con la moto. A menudo lo divisaba rezando y dejando flores en el altar de la Virgen que se encontraba incrustado en una de las paredes de la ermita del pueblo. También sabía algo por lo que decía uno de los taxistas de la ciudad. El anciano contactaba con los taxistas para poder ir a la ciudad a hacer sus compras. Al parecer, según dijo el conductor, el viejo era un judío húngaro de nacimiento, y se había escapado de sus tierras durante la Segunda Guerra Mundial. Había vivido en el anonimato casi toda su vida, enclaustrado en los bosques de la Serralada Litoral, huyendo del nazismo y desde hacía ya tiempo vivía en esa especie de castillo de tres al cuarto, en unas condiciones muy cuestionables.
Ahora el castillo presentaba un aspecto desolador. Le explicaron a Hannah que mientras ella había ido a recorrer mundo el castillo había sufrido un incendio, y el anciano había muerto.
Hannah observó la escena del suceso. La única huella que el pobre difunto había dejado en la faz de la tierra estaba carbonizada. La pintura blanca del exterior presentaba manchones negros frutos del humo, los cristales estaban rotos y la estatuílla que en su día había enmarcado la puerta había quedado hecha cenizas. Ya llevaba tiempo así, pero el cordón policial no había sido roto y ahora todo parecía fantasmagórico. Hasta el bosque había adoptado un cierto carácter aterrador.
Retomó la marcha y atravesó el bosque con la moto hasta llegar a su casa. Se paró y sin bajarse de la moto suspiró un par de veces observando el gato que había venido a saludarla sutilmente. Bajó de la moto y lo agarró en brazos. "Que gordo te has puesto, Solomon." le susurró ella al oído, y le dejó caer un beso en la cabeza. Entró en la casa y dejó la chaqueta y el bolso en el sofá. Se dirigió a la cocina para servirse un vaso de agua. Mientras lo hacía miró a la ventana y observó embobada los últimos rayos de luza que traspasaban los ventanales. Ahí recaían los chorros de luz que se filtraban entre las hojas de los árboles. Se quedó perpleja ante tan sencilla sublimidad, porque la belleza nunca reside en la complejidad.

lunes, 2 de febrero de 2009

Hecatombe.

<<¿Puede un ser caótico cambiar? ¿Puede cambiar su naturaleza desastrosa? ¿Puede traicionarse a si mismo para convertirse en algo que no es?>>

Cuando era pequeña mi madre solía hacer lo que llamábamos "limpieza de primavera", sólo que siempre la acabábamos haciendo en cualquier otra estación, menos en primavera. Qué irónico. Ahora que ella no está, sigo haciendo lo mismo, sólo que esta vez me despojo de algo más que de simples materiales inútiles; siento como si se cayera una piel, como si la niñez se fuera envuelta en cartones y sellada con cinta adhesiva. Algo muy hondo se va, irremediablemente, y siento que en parte lo echaré de menos. No porque en algun momento fuera más fácil, no creo que lo haya sido, sino por la carga de inocencia que se alojaba en esos años.
Y ahora únicamente te quedan cartones vacíos dispuestos a ser llenados con cuatro cosas de tu pasado de las cuales no puedes separarte, y lo sabes. Las fotos, los libros, los apuntes de aquellos años... Tu vida en una caja de 50x50 cm.
A medida que vas sacando cosas, que las vas casando con un nuevo sitio, se va descubriendo un camino a través de los recuerdos, las eras. Creo que también es por eso que me gusta ordenar. Acabas entrando en un círculo interminable de recuerdos. Al fin y al cabo es como entrar en un gran álbum...
Al acabar das dos pasos hacia atrás y contemplas el nuevo orden, te dices en vano que esta vez será diferente, que las cosas van a quedarse así, que todo irá bien. Pero sabes que no será así. Sabes que a la primera de cambio te colapsarás, tu cabeza tomará un camino totalmente independiente de tus intenciones y volverás a la casilla 0, con todas las cosas de por medio, tu cubículo repleto de superficialidades...

Y por eso pegunto...
¿Puede un ser caótico cambiar? ¿Puede cambiar su naturaleza desastrosa? ¿Puede traicionarse a si mismo para convertirse en algo que no es?

viernes, 30 de enero de 2009

Hoy por ti, amor.


Hoy por ti y por mi; por nuestros egos, nuestra magia. Hoy por nuestras ganas de vivir, de llorar, de sentir que la vida es tan sólo un momento y que, ¡gracias a Dios!, lo pasamos en "familia". Hoy por las charlas que arreglan el mundo, y por las amistades perdidas y recuperadas en momentos críticos y de dolor. Hoy por nuestras historias, o más bien trayectorias paralelas, por tener esa sabiduría con la que nos ha bendecido el mundo, aun a sabiendas de que tan sólo nosotros somos responsables de nuestras vidas y de lo que ocurre en ellas, de nuestras penas y también de nuestras alegrías. Hoy va por los amigos, que tienen ese cargo de donantes de palmadas en la espalda y de oyentes de discursos ajenos. Por la gran relación de reciprocidad en todos los sentidos que tenemos tú y yo. Por tu belleza, tanto en tu interior como en tu apariencia. Por estos múltiples momentos de intercambios culturales, afectivos y también de lecciones.

Sé de sobras que toda esta información ya va implícita en nuestra relación, en nuestros gestos, en cada palabra que te brindo y me devuelves, y sobretodo en nuestros períodos de ausencias y silencios (tan importantes), pero soy así, y debes perdonar mis estúpidas muestras de afecto y agradecimiento. Pero sabes de buena tinta que no es fácil encontrar, en estos días ni en estos lugares, gente que te aporte algo verdaderamente importante. Y es por eso que aprecio lo nuestro, nuestra conexión tan verdaderamente asombrosa.

¿Quién me hubiera dicho que en ti encontraría tal muestra de humanidad, integridad, madurez...? En ti no busqué ni amistad, ni siquiera una conversación de ascensor y has conseguido sacar a la luz una admiración digna de ser relatada por el mismísimo Plauto. ¡Mireia! ¡Que por ti haría arder Troya mil y una vez! ¿Hasta qué punto puedes seguir impresionándome, sorprendiéndome de esa forma? Mireia, Mireia... ¿Hasta qué punto puedes seguir embriagando mi alma...? Aqui doy fe, una vez más, de nuestro amor incondicional, de nuestra relación perfecta. Hoy va por ti y por mi.

Gracias. Por todo.
Firmado: Tu reflejo en el espejo.

jueves, 29 de enero de 2009

La montaña y yo.

Siendo yo chica de ciudad de pura cepa, hay cuatro cosas del hecho de vivir en la montaña que pueden conmigo; la primera es el hecho de vivir lejos que cualquier atisbo de civilización que sea útil para vivir el día a día. No pido un centro comercial enmedio de la Serralada Litoral, pero que la panadería más cercana esté a 45 minutos a pie de mi casa, no es algo muy de agradecer. Cierto que puedo disfrutar de aire puro y de un bosque a menos de 30 metros de la puerta de mi casa, y también es cierto que ahora no tengo mucho de qué quejarme puesto que mi estimadísima Liberty me lleva a donde quiero, pero debo decir que en la primera parte de mi adolescencia encontré esta situación muy poco indulgente. Cuando vives de manera casi autónoma y dependes lo mínimo de los que te rodean, acabas por odiar todo aquello que te impide hacer tu vida de pseudo-adult(ill)o, y la distancia fue el peor de mis enemigos. Ahora de lo único que me puedo quejar es de mi pereza por conducir hasta la ciudad más cercana, y en ocasiones puntuales, de conducir con el frío invernal.
Otra cosa es vivir envuelta en bosques mediterráneos. Sin duda de día el aroma a pino y los senderos pueden resultar placenteros, pero cuando una servidora vuelve de noche (o en su defecto de madrugada) y tiene que atravesar la densidad de las tinieblas que parecen masificarse a tu alrededor, la cosa ya no es tan bonita... A menudo te asaltan pensamientos sobre zombies y seres de similar categoría que en cualquier momento podrían atacarte y arrastrarte a las profundidades de las sombras que inundan el sotobosque. Una ardilla cruza y te parece que ha sido una manada entera de jabalíes, y así se forma la relativa sucesión de animales de la Serralada. Nada es lo que parece. Además de eso está mi casa, que no es excesivamente antigua pero que desde que llegamos tiene tendencia a hacer ruiditos y a crujir de todas partes. Y tú allí, tan tranquila, cuando de pronto te sobresaltas por ruidos ajenos que no son más que los gemidos de tu paredes. Encantadora situación.
Otra cosa que realmente ODIO a mas no poder des del primer día en que pisé esta urbanización es el pavo real de mis vecinos. Mira que una es chica de mundo y a visto cosas raras... Pero, ¿quién, hoy día, tiene un jodido pavo real en su jardin trasero? Pues mi vecino, que es más chulo que un ocho y ha decidido que su objetivo en la vida sería hacer que la de sus vecinos sea un poco más molesta. El estúpido animal no tiene otra ocupación que aparearse (pobrecillo...) y cuando lo hace tiene la mala costumbre de graznar como poseso. Ese graznido sólo se puede comparar con el estrangulamiento de un gato o con el grito de la matanza del cerdo. Maravilloso para sus oídos, damas y caballeros. Lo peor no es que haga esa especie de gemido durante el día, porque ahí me la suda realmente el pavo real (valga la redundancia), pero cuando lo hace a las 3 de la madrugada, las maldiciones brotan de mi boca como las balas en un western. Algún día juro que me compraré una escopeta para poder cocinarlo para Acción de Gracias.
Y por último, pero no menos importante, ahí está la vecina-que-da-grima. La llamaremos cortesmente "sra. X". Cuando me mudé a esta urbanización en el 98 mis padres decidieron pasar de conocer a los vecinos. De hecho, creo que ni se les pasó por la cabeza. A medida que fueron pasando los años, gran parte de mi familia fue instalándose en la misma urbanización, y para mayor complacencia vinieron mis primas también. Se instalaron a un par de casas de la mía y pasábamos gran parte del tiempo juntas, jugando en un enorme casa y su aun más enorme terreno. Solíamos inventarnos juegos como "la cabañas" u otros por el estilo, pero cuando se nos acababan las ideas recurríamos a los juegos tradicionales de pelota. Entre nuestros habituales estaban el fútbol, el básquet y el tenis. Como éramos pequeñas, las pelotas se escapaban fácilmente, y entre el bosque y los terrenos colindantes, desaparecieron casi todas las bolas que poseíamos. Así nos enteramos de la vieja que vivía al lado. Se decía que era inglesa y que sólo estaba en la casa los fines de semana, y que por esa razón tenía sus tierras tan descuidado. ¡Y tan descuidadas! Si el jardin parecía una jungla delimitada por cipreses que le daban un toque fantasmagórico a su mansión encantada. Finalmente la vimos; una vieja decrépita que al vernos no dijo ni mu y siguió con sus quehaceres. Desapareció en las tinieblas de su castillo, o así lo creí al dejar de prestarle atención, demasiada ocupada de mis asuntos como para vigilar a una anciana. El hecho es que, antes de ayer, cuando volvía a casa y mientras dejaba a Liberty en el jardin, oí claramente un piano sonando des de su casa. Una melodía grave, espeluznante... Entré en mi casa con los pelos como escarpias, con la melodía siguiéndome a todas partes. Y por si no fuera bastante, la sra. X ha tenido la brillante idea de instalar unas luces verdes en su porche... Escalofriantemente aterrador.
Vivo en el país de las maravillas, baby.

martes, 27 de enero de 2009

Día de luto.


Hoy, Damas y Caballeros, establezco mi día de luto particular. He perdido de forma definitiva una de las cosas que más puede contar en la vida de una reportera de la vida/chica transoceánica: las fotografías. Pero antes que nada me siento en la obligación de explicar el origen de mi pseudónimo. Técnicamente lo adopté tras haber hecho el último viaje transoceánico con destino a Canadá y EEUU, por donde estuve vagando durante 2 meses de libertad incondicional y casi total independencia. Lógico. La otra razón fue por una canción de Jorge Drexler que me acompañó durante mi largo periplo por tierras americanas, llamada Transoceánico. La cuestión es que conseguí recopilar más de 400 fotografías de Montreal, Vancouver, Houston, Toronto y Nueva York; fotografías inéditas de un viaje irrepetible (y no porque no lo pueda volver a hacer, ¡si no que cada viaje tiene sus peculiaridades!), testimonios que ahora han quedado en una palabra maldita: FORMATEADO.

No sé por qué voluntad del señor mis benditas fotos han desaparecido, pero hacía tiempo que no sentía la rabia hincharme la vena del cuello (esa tan grande y asquerosa). Cuando me siento así suelo seguir 3 rituales que son: 1º insultar en chileno (una mala costumbre que me llevé de sudamérica), 2º cantar soul subida en mi Piaggio y 3º chillar en mi Piaggio. Pocas cosas me cabrean tanto como para hacer las tres cosas en un mismo día, pero perder algo que me es preciado encabeza la lista... El soporte visual es importante para mi, porque tengo menos memoria y capacidad de concentración que un hurón colgado de anfetaminas, y la verdad es que había algo grande en esas fotos. Las había hecho con todo el cuidado del mundo. Eran obras de arte, si mas no para mí... Supongo que estoy gafada. O será que algo estoy haciendo mal como para que me castiguen de tal modo. Lo más divertido es que no es lo primero que me ocurre: primero la cámara, luego las fotos... Además de todas las peripecias que viví por aquellos lugares; peripecias que contaré otro día, cuando se me acabe el luto y ya vuelva a ser una persona decente...